Sin apenas sentirlo, el correr del tiempo va empequeñeciendo las habitaciones donde jugábamos. Un día dejamos de volar cometas y, casi a traición, se empiezan a llenar nuestros bolsillos de objetos útiles. Los mismos que irán abultando, bajo el traje chaqueta, el volumen de nuestras obligaciones.
Lola Beccaria
Cuando uno es niño ansía crecer para poder disfrutar de los placeres prohibidos, para ser el patrón de barco que gobierne el timón de su propia vida. Tanto lo anhelamos, que cuando llega la ocasión, la mayoría de las veces no estamos preparados. Nadie nos enseñó a manejarnos en las tormentas de la vida adulta, no fuimos capaces de entender cuantos tifones y huracanes ha de afrontar el capitán del barco. Nos olvidamos de asistir a la escuela de marineros de la vida, empeñados en ser desde el principio capitanes. Por eso, las obligaciones cotidianas nos asfixian y, muchos días, nuestro niño interior perece o naufraga tomando decisiones de adulto. Muchos adultos quisiéramos ser niños y volver a disfrutar de los placeres infantiles que antaño desdeñamos. Tenemos que crecer, cuando nos gustaría menguar. Nos resignamos a ser adultos y cada mañana intentamos reanimar a nuestro niño ahogado. Si pudiéramos saltaríamos al bote salvavidas, abandonaríamos el barco y yendo a la deriva buscaríamos la isla del tesoro. ¡Si fuera posible …!, pero hay cosas que solo se enseñan y se aprenden con los bolsillos vacíos, en la niñez.
Juliki (¿vaciando los bolsillos?)