lunes, 18 de agosto de 2014

La resaca del presente


Los que conservan el trabajo desde hace tiempo, por mierdero que sea, no se pueden ni imaginar lo que supone llevar una vida trabajando, y que de repente se abra la trampilla del desempleo bajo tus pies. De la noche a la mañana te ves convertido en un parado, con el currículo desactualizado y esa edad peligrosa que amenaza con derribar el chiringuito que con esfuerzo has intentado mantener en pie: tu vida.

Cuando te sucede no puedes entenderlo. Hasta ese momento la crisis parecía no existir, era cosa de otros. Tú solo quieres volver a trabajar, en lo de antes o en lo que sea, pero la realidad se empeña en recordarte que la crisis te ha alcanzado y que con tus circunstancias es difícil encontrar dónde trabajar. Vale que uno puede “mantenerse activo”: inventarse tareas, curso, incluso preparar una oposición mientras cobra la prestación; pero nada de eso maquilla la situación. Cuando estás en el paro los días pasan y los ves caer como fichas de dominó alineadas. La anterior tumba a la siguiente y cada jornada se aproximan a ti que esperas bajo la última a que se consume la caída de esa que acabará aplastándote.
Frustración, querer y no poder es la idea, pero la sensación va más allá, enraíza dentro de ti y te va robando la vida cada mañana, tarde y noche. La sombra de la resignación oscurece tus días, aunque quieras plantarle cara.

Ahora que tengo trabajo lo único que deseo es conservarlo, seguir saliendo cada mañana con un destino y propósito claro, continuar cobrando aunque sea esa miseria mensual que me permita cubrir gastos y  que las hojas del calendario se sigan volteando sin sobresaltos. Sobrevivir, aunque uno preferiría vivir.

Trabajo para una empresa que a su vez presta sus servicios para una ONG. Mi contrato es de tres horas diarias con un sueldo bruto de 300 euros al mes más comisiones. Tengo que cumplir unos objetivos mensuales y si no los logro pueden despedirme, sin más. Además, es una campaña que cuando lo consideren oportuno puede acabar sin previo aviso y en ese caso también me veré en la calle. Para conseguir los objetivos, y alguna comisión que eleve los ingresos a mínimos aptos para la subsistencia, trabajo cinco horas diarias aunque, como ya dije, cotizo por tres. Así sobrevivo de momento y me considero un privilegiado. Suena raro, pero es verdad. No debo nada a nadie, tengo donde vivir, me da para comer y si me administro hasta algún día, como excepción, un tinto de verano puede caer en un bar.

Me miro al espejo y aparece un retazo del jovenzuelo que fui y que quería comerse el mundo. Parpadeo y la reflejo recupera mi apariencia actual; una imagen mordisqueada por la vida, con surcos en la frente y una barba canosa que atestigua mi edad cercana al medio siglo.

—¿Privilegiado? —me pregunta el jovenzuelo reapareciendo—. Tú lo que eres es un fraude, un vendido, un derrotado. ¿No vas a luchar por el futuro?
Yo le-me miro y en lugar de replicarle con argumentos asiento dándole la razón. Porque una parte de mí piensa que la tiene. A pesar de ello la vida tiene aún que enseñarle palabras que completen su ideario como frustración, sobrevivir, resignación... También tiene que comprender que el futuro no existe. Es solo presente al que se le borraron las ilusiones. Después, cuando asuma eso, si tiene suerte, puede pasar cualquier cosa.

Juliki ¿Resignado, derrotado, sin futuro, simplemente mayor o realista?

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