jueves, 4 de febrero de 2010

Arrullar la noche



Vivimos múltiples existencias, algunas solapadas, otras encadenadas en el discurrir del tiempo. De todas ellas, las mas misteriosas son aquellas que se produce cuando muestro cuerpo yace inerte tras la dura jornada y, pareciera que toca descansar. Es entonces cuando los dulces sueños deberían impregnar nuestro reposo, pero algunos fantasmas aprovechan y se materializan e incomodan nuestro letargo.
¿Son las pesadillas un reflejo inconsciente de los miedos y preocupaciones que nos acosan durante la vigilia? ¿ O son retazos de vivencias paralelas que se desarrollan mientras aparentemente nos reponemos de la fatiga?
Hay pesadillas que uno no llega a recordar al abrir los ojos, otras se muestran confusas cual nebulosa incoherente al despertar; en cambio, una minoría, aparecen nítidas, como recién ocurridas; e incluso los detalles con el paso de los años, siguen tangibles, mas incluso que lo acontecido durante el día.
Yo conservo una perfectamente definida, no se si por la pesadilla en si, o por el despertar que prosiguió a su vivencia.
Tendría siete, tal vez ocho años; debía ser verano pues dormía a los pies de la cama, sin arroparme.
De repente me recuerdo corriendo, huyendo de un algo aparentemente intangible que me perseguía y que mi continuo giro de cabeza no lograba percibir. Sabía que no debía parar y que mirar atrás era un error, pero el terror que me invadía me obligaba a volverme reiteradamente. Cuando la fatiga empezó a hacer mella se materializo en mi campo de visión. Un enorme doberman se acercaba amenazador hacia mi. Decidí no volver a mirar y concentrarme en la carrera. No podía verlo pero sentía como la distancia que nos separaba se acortaba progresivamente y mi corazón apunto de reventar, parecía no poder dar mas de si. Fue entonces cuando mi pierna desnuda sintió el contacto de algo húmedo: babas de perro. La dentellada era inminente.
Entonces ocurrió lo impredecible. El suelo a mis pies desapareció y me ví sumido en la mas absoluta negrura, a la vez que caía. El inicial alivio provocado por la desaparición de la amenaza canina, fue sustituido por la angustia infinita ante la caída interminable y ese vacío que me envolvía por completo.
El miedo se acrecentó y lamente no haberme dejado morder por el perro. Después de tanto esfuerzo iba a perecer indefectiblemente cuando mi cuerpo impactara con el final de aquel túnel abismal.
Una voz familiar me saco de mi resignación, mas bien un grito:

-¿Se puede saber que haces ahí?
Desperté en una inverosímil posición sobre la silla que descansaba a los pies de la cama.
- Me iba a morder un perro, balbuceé.
-Anda, súbete a la cama y deja de decir tonterías, que contigo una no gana para sustos.

Dudé si volver a cerrar los ojos, por si reaparecía el perro o volvía a caer, pero al final me dejé vencer por el sueño.
Aún hoy, si rememoro el sueño, puedo sentir ese aliento amenazador y experimentar el vértigo posterior... aunque el verdadero pánico me lo produce recordar la regañina de mi madre.


Juliki (Ante la pesadilla diaria)

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