jueves, 30 de octubre de 2014

Nimiedades con enjundia


Aún hoy, próximo a entrar de nuevo en la vorágine del cambio, hay situaciones que me tranquilizan y me llevan a un punto de sosiego que debe ser algo parecido a disfrutar de la vida. Estar de vacaciones ayuda, cambiar de aires es primordial, más si en esa ciudad es donde ha ido a aposentarse, por obligaciones del guion laboral, una parte importante de mi vida. Hasta ahí las condiciones prometen, pero si le añadimos un paseo, un mercadillo tipo rastro antiguo y un mercado de abastos la mezcla se convierte en un bálsamo reparador.
Hoy los ojos se me llenaron de baratijas, cristales geométricos de lámparas, ropajes excéntricos, antigüedades con aroma a sapiencia, libros donde el polvo y la cubierta se confunden y miles de cachivaches más que me retrotraen a la infancia.
Recuerdo esos domingos de la mano de mi padre en el rastrillo de Tetuán, con los ojos desorbitados admirando aquellas maravillas que sobre una tela en el suelo se agolpaban informes: esos objetos desparejados, los juegos incompletos o los muñecos amputados que por unas monedas podía pasar a formar parte de mi universo infantil. Compañeros de juegos, tullidos, pero que me hacían feliz. Eran otros tiempos donde cualquier nimiedad desataba la ilusión, donde todo era nuevo y por descubrir, donde la escasez se suplía con imaginación.
Ahora es distinto, los chavales han visto de todo, tienen de todo y sus juguetes acaban en el contenedor al menor rasguño o simplemente despreciados por aburrimiento a las pocas jornadas de juego. Eso sí,  para ser sustituidos por la última novedad anunciada en la tele que les llegan encapsulada en toneladas de plástico y embalajes más costosas y contundentes que el propio objeto.
Creo que tuve una infancia feliz, aun sin scalectrix ni bici ni balón de reglamento ni…
Estaban esos pequeños objetos de saldo que junto a la grapadora, una simple chapa y una canica mellada convertían las tardes de invierno tumbado sobre la alfombra en un mundo infinito y lleno de aventuras por vivir.
Salgo del trance y continuando el paseo aterrizo en el mercado, ese lugar que conserva la cercanía de antaño, ese trato amigable entre perfectos desconocidos que, en las grandes superficies, se evapora en pos de unas prisas que todo lo adulteran. Huelo el pescado, admiro el colorido de la fruta y vuelvo a estar repleto de sensaciones agradables, cercanas, vívidas.
La vida esta compuesta de pequeños instantes de sosiego que obviamos al intentar vivirla con demasiada premura e intensidad. Es un error perseguir a la carrera la plenitud, porque la esencia se encuentra en lo aparentemente banal: un paseo sin rumbo, un bártulo sin utilidad aparente, la luz del mediodía cruzando sin prisa el mercado al acabar la jornada.

Juliki en calma antes de la tormenta

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