miércoles, 15 de febrero de 2012

Morir con disimulo


Hay personas que darían su vida por salir en los papeles, por ser portada de alguna revista o protagonistas en un programa de televisión. La fama es una adicción, como otra cualquiera. Ya desde niños nos enseñan que debemos ser alguien y que es básico hacerse notar. Por eso, no es de extrañar la intención de muchos de ser el niño en el bautizo, el novio en la boda y el muerto en el entierro. Ese comportamiento está a la orden del día, casi todos aspiran a su minuto de gloria y protagonismo.
A mí no me gusta la notoriedad, tal vez porque soy un tipo gris y seguramente mediocre. Me encanta el anonimato que es como una especie de superpoder que le hace a uno invisible y le permite cometer acciones positivas sin que la imagen propia nuble la repercusión de lo realizado. Lo importante es lo que se hace, no quien lo ejecuta. Cuando una persona anónima comete un acto que a todos nos agrada, tenemos la posibilidad de ponerle un rostro amigo, incluso el nuestro propio. Es en el fondo como si hubiéramos contribuido un poco a ese acto y nos enorgullecemos de ello. En cambio, si conocemos al autor la cosa no es igual; se le juzga de otra forma, comienzan las críticas, las envidias y siempre se piensa en que lo habrá hecho buscando un interés y no de manera altruista.
Cada vez me vuelvo más reservado, más intimista y menos sociable; quizás esté empezando a ser anónimo y eso me permita llegar a hacer algo que merezca realmente la pena alguna vez.

Juliki interior

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