miércoles, 15 de julio de 2009

Rescatado del olvido IX



No soy un luchador, me gustaría, pero me falta madera de héroe. Tampoco se si me gustan los luchadores sin mas, quizás prefiero a ese otro tipo mas en la sombra, mas callado, pero igual de obstinado al enfrentarse a los acontecimientos que es el resistente. Hoy vuelvo al pasado para mezclando recuerdos de infancia y reflexiones de adulto, hacer un homenaje a una de las mujeres de mi vida. Amalia, mi abuela, la resistencia hecha mujer.
Muchas veces digo aquello de “cómo decía mi abuela …“ Ahora ella ya hace tiempo que no cuenta nada, pero en mi memoria algunas imágenes de ella perdurarán siempre.
La recuerdo pequeña, enjuta, casi consumida, impasible, de luto riguroso, sentada en su silla en el salón , callada, esperando … Me imagino que esperando el paso del tiempo, como aquel que ha cumplido su tarea, y hace recuento de los sufrimientos (muchos) y las alegrías (menos) con que la vida la obsequió. Entre sus alegrías, la mayor, haber llevado a buen puerto la tarea de criar a sus tres hijos y verlos formar sus propias familias; entre las tristezas la de haber tenido que hacerlo sola …
Mi abuela pertenecía a esa generación de mujeres que lidiaron con la guerra; esas mujeres que sin prácticamente nada tuvieron que luchar para sacar adelante a los suyos. La guerra se llevó por delante a su marido, y estuvo a punto de llevársela a ella también. Pudo salvarse solo gracias a un milagro: El milagro de la vida … La vida que albergaba en su seno, y que cuando con la cabeza rapada iba camino de ser ejecutada, descubrieron sus verdugos. La estrecha línea que hay entre la vida y la muerte, situó a mi abuela en ese pueblo extremeño donde las embarazadas no eran ajusticiadas, si hubiera estado doce kilómetros mas allá, en el pueblo de al lado, otra suerte habría corrido … y yo no estaría aquí recordándola.
Mi madre era esa vida incipiente, aquella niña que nacería huérfana y que estuvo a punto de no llegar a ser …
Mi abuela aunque era analfabeta, trabajó sin descanso, limpió, fregó, pidió, obedeció, se humilló ante los que habían acabado con su marido, para que a sus hijos no les faltara para comer. Ella con su coraje venció a la adversidad y se sobrepuso a los avatares del destino y un día cuando sentada en su silla parecía que ya no le quedaba nada por hacer, resurgió en todo su esplendor.
Nunca olvidaré esa imagen, fue el día de las primeras elecciones de la democracia, se calzó sus mejores ropas, tomó su ajado DNI y fresca como una rosa se fue a votar. Parecía mas alta, mas fuerte, como si algo en su interior hubiera cambiado y no tuviera nada que ver con aquella mujer débil que se consumía lentamente en su silla. A su regreso le pregunté ¿abuela a quien has votado? Noté como su mandíbula se tensaba, sus ojos brillaban y mientras me acariciaba la cabeza, me dijo orgullosa. Hoy no he votado yo, hijo, lo ha hecho tu abuelo, que lleva mucho tiempo en su tumba anónima esperando para poder hacerlo … toda una vida.
Compartí durante años los sueños con mi abuela, ambos dormíamos en el salón, en casa de mis padres. Ese mágico espacio que pasaba de ser el centro neurálgico de la vida hogareña, a transformarse en el dormitorio de espacios milimétricamente calculados al caer la noche. El tiempo fue pasando y un buen día una estupidez de jovenzuelo hizo que cometiera un error que me impediría despedirme de ella. Mi abuela marchaba al pueblo a pasar unos días en verano, como todos los años y el coche de línea pasaba a recogerla por casa. Era una empresa familiar que recogía diariamente a los clientes en sus casas para dejar a cada uno en su lugar de destino; era un servicio de puerta a puerta que solía acumular descomunales retrasos en las recogidas y eternizaba la duración de los viajes. Esa tarde yo estaba jugando un partido de fútbol y cuando llegó la hora de despedir a mi abuela quedaban cinco minutos para concluir el encuentro; debido a las ausencias veraniegas yo había pasado del habitual puesto en el banquillo a poder jugar y decidí apurar al máximo esa inusual oportunidad. A finalizar, no me despedí de mis compañeros, salí disparado y llegué al portal sin aliento, allí encontré a mi padre, pero ni señales de mi abuela. Pensé que aun no habría bajado, pero sin haber aun recuperado el resuello, mi padre con un comentario osco me sacó de mi error. Ya se fue y tu haciendo por ahí el tonto no te has despedido de ella. Esas palabras resonaron en mis oídos con incredulidad. No podía ser, siempre llegaban tarde a recogerla. Nunca cinco minutos de fútbol pesarían tanto en mi vida y dejarían una huella tan profunda y dolorosa en mi niñez.
Unos días después mi abuela enfermaba en el pueblo y en pocos días su corazón, tal vez fatigado del dolor, del sufrimiento acumulado en su vida, se fue frenando hasta pararse.
Mientras escribo esto visualizo al niño Juliki sentado en el peldaño del portal, con la respiración entrecortada, las manos en la cabeza, y maldiciéndose por no llegar a tiempo, por no poder decir ese adiós, que aunque en ese momento no lo supe hubiera sido el último.
Cuando voy a casa de mis padres observo la ajada silla donde se sentaba, es un recuerdo vivo que si entorno los ojos puedo hacerlo revivir. Cuando llega la hora de comer y la mesa esta puesta acerco la silla y aunque mi madre insiste en que use otra mejor y mas cómoda, yo me obstino en usar esa.
Se que no tiene sentido, pero cuando me siento en ella, me hago la ilusión de que en otro contexto, y de forma muy diferente aquel espíritu de resistencia continua y perdura en mi.


Juliki (Resistente genético)

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